...Por qué ya no me hablas?... Lo nuestro
fue solo eso?... Un acostarse y nada más?
Por más que se esforzara jamás
recibiría respuesta. La foto fría e inmóvil en sus manos jamás cambiaria de estado o emitiría
sonido alguno, aun cuando frente a ella terminara llorando la noche
entera.
Estaba hecho, el daño estaba hecho: la víctima herida y el perpetrador
lejos. Ese era el crimen perfecto.
El amor es, ciertamente, el crimen
perfecto: la víctima no se opone y de hecho se ubica ella misma sobre la tabla
de sacrificios y con una sonrisa recibe al victimario, pone a su alcance las
herramientas y se desviste totalmente para que el criminal en cuestión hiera fácilmente
su corazón. Sin testigos, sin huellas, sin coartada, él mismo se aleja por la
puerta principal, a la luz del día y triunfal, porque nada lo detiene y si en
algún momento algo lo alcanza y parece evitarle su caminar, es simplemente ella
quien a rastras le suplica que la siga hiriendo.
Las heridas tan tácitas y
abstractas como el pensamiento, derraman lágrimas en cantidades inimaginables
pero tan poco contundentes, que la atormentada debe limpiarlas ella misma y
sanarse como si el mundo la hubiese olvidado y peor aún, mostrar su cara de
frente contra el sol, esperando ser cegada por su próximo raptor.
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